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La última guerra de Birmania

La reluciente autopista se ha convertido en carretera secundaria, es un camino de cabras. La pequeña furgoneta Wuling continúa dando botes por la remota provincia china de Yunnan hacia la frontera con Birmania. Hasta que el conductor da un brusco frenazo. A pocos metros, un todoterreno del Ejército Popular de Liberación corta el paso. La tensión dura unos segundos, hasta que el militar que lo conduce baja del vehículo y saluda agitando la mano e invitando a este periodista a sentarse en la parte trasera del coche. El viaje discurre por un lugar vetado a extranjeros donde hay varios controles fronterizos, razón por la que hay que esconderse en el suelo del 4x4.

Cuando el peligro de ser descubierto ha pasado, el todoterreno frena y la furgoneta reaparece, el militar cobra su peculiar carrera de taxista y la aventura continúa a bordo del rudimentario vehículo chino hasta que, tras un quiebro repentino, la Wuling cruza un puente construido con grandes pedruscos sobre el río que sirve de frontera natural. China queda atrás y el de ahora es territorio birmano. Allí, un anticuado jeep verde oliva espera. Dentro, sus ocupantes lucen la insignia de los dos sables sobre fondo rojo y verde del Ejército Independentista Kachin. El KIA, en sus siglas en inglés, es el único grupo étnico armado de la veintena que existe en el país que continúa combatiendo al ejército regular.

La guerra se hace evidente en Laiza, el bastión en el que los guerrilleros han establecido su propio gobierno, la Organización para la Independencia de Kachin (KIO). Las ametralladoras y los lanzagranadas están presentes en cada esquina, y en los centros de adiestramiento de las afueras no hay tregua, porque el Ejército continúa arrebatando posiciones al KIA y dejando un reguero de muertos en su avance. «El Gobierno propone un alto al fuego a nivel nacional, como el que ha firmado con otros grupos, para dar comienzo a un proceso de paz. A nosotros nos parece bien, pero las hostilidades no cesan y tenemos que defendernos», explica el general de los insurrectos, Gun Maw.

No muy lejos de allí, en el campo de desplazados de Jeyang, malviven unos 8.500 miembros de la etnia kachin que han tenido que abandonar sus viviendas. «La brutalidad que mueve a los militares birmanos es inimaginable. Continúan arrasando pueblos enteros, donde las mujeres son violadas y las viviendas saqueadas o destruidas. El mundo no sabe lo que sucede aquí, y, lo que es todavía peor, ni siquiera los birmanos se enteran», se lamenta Labang Dai Pisa, director del organismo que administra los campos en los que ya han encontrado refugio 82.000 desplazados.

Lahtaw Zan San es uno ellos. Se gana la vida como profesor de la única escuela del lugar, en la que promulga la doctrina del KIO. Recibe 20.000 kyats (unos 15 euros) al mes y algo de arroz. «Es insuficiente para mantener a los seis miembros de mi familia. Pero es mejor que correr el riesgo de que nos maten los militares. No podemos regresar a nuestra casa porque el Ejército está cerca, y ya sabemos lo que sucede cuando llega: disparan a la gente y se hacen con todo lo que haya de valor».

Sin duda, en los alrededores de Laiza no brilla la esperanza que ha despertado en el resto del país el proceso de democratización que comenzó en 2010, cuando la Junta Militar colgó los galones, se disfrazó de gobierno civil y organizó una farsa de elecciones que, obviamente, ganó con holgura. La transición debería culminar el año que viene con los primeros comicios democráticos libres desde 1990, año en el que Aung San Suu Kyi, líder de la Liga Nacional por la Democracia, resultó vencedora a pesar de que los uniformados se negaran a reconocerlo. «Pero no puede haber democracia en el país si no se respetan las aspiraciones legítimas de las minorías étnicas», recalca Gun Maw. «Y nosotros no podemos cejar en nuestro objetivo último: la proclamación de un verdadero estado federal basado en el principio de igualdad».

Es lo que prometieron los colonizadores británicos antes de abandonar en 1948 Birmania, llamada ahora Myanmar. Y es el ideal que reiteró poco después Aung San, padre de la independencia y de Aung San Suu Kyi. Pero este sistema todavía está muy lejos de convertirse en una realidad, razón por la que muchos de los 135 grupos étnicos del país se han levantado en armas contra el Gobierno. Juntos suman 100.000 efectivos y controlan gran parte de la periferia de Birmania, rica en recursos naturales, pero la desunión se ha convertido en su talón de Aquiles.

500 kilómetros al sur de Laiza la situación es muy diferente. Allí, la carretera que parte de la ciudad tailandesa de Mae Sot se va estrechando y serpentea con curvas cada vez más pronunciadas. A la derecha queda la frondosa jungla del norte del país, mientras que a la izquierda discurre el río Moei, que separa el reino asiático del estado Karen de Birmania. En un momento dado, el todoterreno de la Unión Nacional Karen (KNU) da un volantazo y se adentra en el bosque para detenerse en un claro junto al río.

Acceso a la educación

Al otro lado, un par de guerrilleros parapetados tras una trinchera de sacos terreros y armados con ametralladoras de gran calibre dan la bienvenida al cuartel general de este grupo insurgente, que representa la posición opuesta a la del KIA. «Aunque no tenemos mucha esperanza en las elecciones de 2015 y mantenemos nuestra capacidad defensiva, creemos que merece la pena intentar alcanzar la paz y, por eso, hemos firmado un alto al fuego con el Gobierno», cuenta la vicepresidenta del KNU, Zipporah Sein. «Pero no vamos a formar partidos políticos porque discrepamos de la Constitución de 2008 y eso supondría avalarla».

De momento, tanto el KNU como su brazo armado esperan que Suu Kyi logre la victoria el año que viene y que, con ella como presidenta, sea más fácil luchar pacíficamente por sus derechos. «Lo más acuciante ahora es garantizar el acceso a una educación digna para todos nuestros jóvenes y lograr la libertad religiosa -tanto los karen como los kachin son predominantemente cristianos-, la igualdad de oportunidades económicas y el regreso de los miles de refugiados que viven en los campos de Tailandia».

Claro que todo eso todavía es una utopía. Por eso, los guerrilleros del KNLA continúan entrenándose cada día de sol a sol, y poco antes de arriar su enseña el comandante susurra unas palabras clave en el oído de su lugarteniente para que vaya pasándolas en silencio entre los guerrilleros. «Es el santo y seña diario para que, si nos atacan por la noche, podamos distinguir al enemigo». Con la caída del sol todo parece relajarse. La Myanmar de hoy no es como la Birmania de hace solo unos años, y los guerrilleros pueden dejar sus fusiles y lanzagranadas en la mesa para disfrutar de una partida de ajedrez. Para el desenlace final todavía habrá que esperar.

Texto y foto: Zigor Aldama

Fuente: laverdad.es

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